Sobre la polémica exposición “Mujeres
Ocultas”
«Y no te acercarás a una mujer
para descubrir su desnudez
durante su impureza menstrual».
Levítico, 18:19
El arte verdadero no admite
maniqueismos. Lo profano no es sino un sesgo moral en la apreciación estética.
De hecho, en la historia del arte religioso occidental, lo profano ha nutrido
el inconsciente semiótico del arte religioso. Esto resulta a veces paradójico
por la inversión de términos. Como anécdota, la cruz fue un símbolo de escarnio
en la Roma Imperial; los proscritos agonizaban a lo largo de las vías
principales del imperio como advertencia a quienes se atrevieran a quebrantar
la dura Lex Romana.
La presencia del eterno femenino
en las religiones semíticas ha sido prácticamente anulada. Entendido el término
como una fuerza vital inherente, que puede representarse de manera abstracta en
la figura de la madre nutricia, así lo entienden los hindúes con las vacas
sagradas en su religión; mientras que para las tres religiones monoteístas,
Eva, la primera mujer, es la culpable de sembrar su semilla transgresora en el
hombre.
El arte cristiano es una
actualización de la estética grecorromana. Las representaciones pictóricas a
imitación de los mosaicos griegos, en un pantocrátor del siglo VIII, hasta la
Pietá de Miguel Ángel —sincretismo de las representaciones funerarias del arte
clásico romano—: casi siempre el hombre, virtuoso en su sacrificio, es el
centro de la representación del arte religioso cristiano. El papel de la mujer,
como personaje secundario, débil y compasivo, ausente de la potencia del
carácter masculino, acentúa la franca misoginia de las tres religiones
monoteístas.
La mujer y el misterio evidente
en su sexualidad, ese vórtice íntimo de múltiples relaciones de misterioso
placer inmanente, siempre fértil y poderoso, tan ajeno a la limitada sexualidad
del hombre, desde el Medioevo se ha constituido en némesis de las religiones.
Ninguna religión permite la presencia impura de la mujer. Ni el judaísmo, ni
sus religiones tributarias, cristianismo e islamismo, han considerado al cuerpo
femenino un objeto digno de culto estético y teológico. La teología fue el
recurso intelectual de la religión, su muleta racional contra la evidente
demostración de la verdad biológica evidente en la potencialidad de dar vida,
posible solamente para la naturaleza del eterno femenino.
La figura religiosa de la
custodia, que tuvo su mayor esplendor en el arte del siglo XVI en Europa y en
el barroco americano, tiene múltiples interpretaciones estéticas. En la
teología las aristas del concepto simbólico no admiten diferentes modos de
comprensión. Así el ostensorio o custodia, cumple la función de portar y
resguardar el cuerpo de Cristo, tras el rito de la transubstanciación
eucarística. Su forma somera, consiste en un viril —término ya lo
suficientemente elocuente, que refiere a una figura fálica que constituye el
cuerpo ontológico y central del artefacto— que hace las veces de pilar, junto a
la corona concéntrica de oro o plata, que parece envolver la hostia con la luz
del sol.
La simbología religiosa de los
egipcios, que el Helenismo, tras la conquista de Alejandro Magno del mundo
Mediterráneo llevó a Grecia, ha influido de forma poderosa y secreta en este
objeto semiótico del que se vale el arte religioso católico para presentar a su
deidad. Ra, el dios sol que irradia y ostenta la potencia de su plenitud sexual
sobre el mundo, es metamorfoseado por la teología cristiana, en la figura de un
dios generatriz, capaz de surgir ex nihilo y por causa sui, evocando a Spinoza,
en un objeto que derroca los poderes telúricos de las primitivas diosas madres
del paganismo. Ya se dijo al principio que no es posible buscar matices en el
arte religioso: los judíos no representan un dios antropomorfo puesto que
concebir un ente abstracto destruiría su esencia ontológica; tampoco los
musulmanes pueden siquiera osar una figuración de Alá, so pena de la
condenación eterna del entendimiento de dios o de la expulsión del paraíso a
sus prosélitos, anhelantes del premio de las niñas vírgenes bañándose en ríos
de leche y miel por la eternidad.
La imagen de una vagina, en lugar
de la predecible presentia corporalis christi en el centro de la custodia, ha
causado revuelo en un puñado de fanáticos religiosos en la tartufa y parroquial
sociedad bogotana. La causa: una exposición sobre la subyugación de la mujer, a
cargo de una artista plástica colombiana en el Museo Santa Clara, donde tiene
sede una muestra permanente de arte religioso colonial.
Bajo el argumento de que las
figuras del arte religioso no pueden equiparadas con órganos sexuales, se
pretende cancelar la exposición. ¿Qué hubiera pasado si a Julio II se le
hubiera ocurrido censurar a Miguel Ángel, ordenando cubrir el impúdico sexo de
esa obra maestra sobre el rey David, porque sentía que se mancillaba su fe por
un asunto tan baladí como la desnudez humana? Si la ostensión del cuerpo de un
hombre martirizado —no el de una mujer, queda claro—, en el que se encarnó el
mismísimo dios de forma misteriosa y asexuada, para salvar con su sacrificio de
amor al género humano, es objeto de desprecio por los estultos seguidores de su
credo espurio, es blasfemo, ¿qué otra redención le queda sino su exaltación por
la belleza del arte?