Entrada al campo de exterminio de Auschwitz, liberado un 27 de enero de 1945
Estas son las puertas del
infierno: “Dejad, vosotros que entráis, toda esperanza”, dice Dante en su obra
magna, cuando entra al inframundo de la mano de Virgilio. Esto es gran
literatura que la realidad supera. A la entrada de Auschwitz, el campo de horror fundado por los
nazis, tras invadir Polonia, en 1940, reza: Arbeit Macht Frei, “El trabajo libera”.
Pero el trabajo al que se referían los verdugos consistía en sacar a los
prisioneros toda la savia de su vida, en su combate denodado contra la muerte,
para luego, llevarlos agotados a la ducha y al crematorio. Reducir su memoria a
cenizas. El suicidio de la razón, lo han llamado muchos estudiosos. Sobre la
Shoah poetas como Celan escribieron versos estremecedores: Schwarze milch der
Fruhe… Negra leche del alba, te bebemos al alba, al mediodía… También Primo
Levi, escritor italiano de ascendencia judía, puso en letras uno de los grandes
testimonios de aquel campo de atrocidad inenarrable, dirigido por Rudolf Hoß, desde mayo de 1940. Si
esto es un hombre, es más que uno de los grandes libros testimoniales sobre el
Holocausto, representa el exorcismo de un hombre que ha visto cara a cara a la
muerte; ha comido, soñado, incluso, respirado su olor. En ambos
casos, la vida después de aquello resultó insoportable. Sobrevivir,
a sus muertos, para Celan representaba una carga semejante a una enfermedad fatal. Se
arrojó a las frías aguas del Sena, en 1970, antes de cumplir cincuenta. Primo Levi,
de veinticuatro años, se enlista en las filas de los partisanos italianos. Es
capturado y al confesarse judío, es deportado en 1944 a Monowitz, campo
satélite al de Auschwitz. Al ser uno de los prisioneros con conocimientos en la
industria química, fue de utilidad a los nazis y pudo así salvar su vida trabajando
como esclavo, hasta el momento en que fue deportado y milagrosamente liberado del
campo de concentración, en 1945, hace exactamente setenta años. Aunque retornó
—intentó hacerlo— a su vida como químico, siguió escribiendo hasta un 11 de
abril de 1987. Ese día Levi recibió de su casera la correspondencia. La saludó y despidió con su afabilidad cotidiana. Al poco rato, la mujer escucha un
fuerte golpe en el rellano. Levi había salvado su vida, pero el horror de la
muerte y la agonía de sus compañeros de desgracia, siguieron manteniéndolo en
ese Monowitz mental. En uno de sus manuscritos, escribió: «26 de enero. Estamos
solos, abandonados en un universo de muertos y larvas. El último rastro de
civilización ha desaparecido de nuestro alrededor y de nuestro interior. La
obra de bestialización emprendida por los alemanes triunfantes ha sido cumplida
por los alemanes derrotados. Es hombre quien mata, es hombre quien sufre o
comete una injusticia: no es hombre quien ha perdido toda decencia y comparte
su lecho con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino acabara de morir para
quitarle un pedazo de pan puede ser inocente, pero está señalado, condenado,
maldito». Cuando la mujer se asomó a ver el origen de aquel golpe sordo, se
encontró a Levi, en el suelo. ¿Qué lo motivó a lanzarse por las escaleras, cuarenta
y dos años después de ser salvado de la muerte? Las de Auschwitz eran las
puertas del infierno.